Al pintar, siento vibrar las huellas del Espíritu, como si cada trazo y cada color fueran partículas vivas del Logos. No percibo átomos muertos, sino entidades luminosas que respiran el aliento del mundo, revelando ante mí la presencia oculta de lo divino en lo más pequeño. Cada punto de luz es un vestigio del Ser en devenir, una manifestación etérica tejiendo la urdimbre del cosmos. Lo sensible se transfigura en símbolo: las formas no sólo representan, sino que revelan. Al contemplarlas, no sólo miro, me reconozco. Recuerdo que en cada partícula también yo estoy contenida.